Renault 12 rojo fue el punto de partida de una de las noches más intensas y memorables de mi vida. Aquel verano parecía no tener descanso: calor, cansancio, prisas y un aire extraño, como si algo quisiera anunciarse antes de tiempo. No había necesidad de abrir el capó ni de buscar proezas mecánicas. La verdadera fuerza de un coche no siempre nace de los caballos de fuerza, sino de las experiencias que nos regala cuando parece latir junto a nosotros.
Un verano agitado y la urgencia que nos esperaba
Era 2015 y, como tantas otras veces, mi primo y yo aguardábamos frente a su casa. Él llegaba tarde y el reloj avanzaba con una indiferencia cruel. Cuando finalmente apareció, no quedaba más que aceptar el desafío: conducir a contrarreloj con la esperanza de alcanzar un bus que probablemente ya había partido. No hacían falta escenas cinematográficas ni despedidas melodramáticas. Bastaba nuestro viejo Renault 12 rojo y la certeza de que esa carrera sería decisiva.
La persecución improbable y el Renault 12 rojo como protagonista
Al llegar a la terminal la realidad nos golpeó: el bus ya había salido. La desventaja era considerable y la madrugada avanzaba. Sin embargo, no éramos los únicos frustrados; una pareja improvisada también lamentaba su mala suerte. Su presencia casi nos empujó a decidir: intentar alcanzar el bus aunque pareciera improbable. Cuatro cuerpos, un solo coche, y una misión que parecía salida de un videojuego.

Una carrera contra el tiempo y una hazaña inolvidable
No tomamos la avenida habitual. Esa noche no había espacio para detenerse en semáforos ni respetar badenes que parecían multiplicarse. El coche resistía y obedecía como si entendiera que estaba cumpliendo un papel crucial. Finalmente, en la autovía, el bus apareció. Entre bocinas, luces y señas desesperadas, logramos que se orillara. La misión estaba cumplida. El entusiasmo de la pareja se volvió desilusión al no poder subir sin boleto, pero aún así la hazaña quedaría grabada para siempre.
Una despedida silenciosa del Renault 12 rojo
Con el tiempo entendí que esa noche fue más que una aventura: fue un presagio. Todo aquel esfuerzo, toda aquella entrega del coche, parecía anunciar la despedida que no supe leer. Dos meses después, sin aviso, el Renault 12 rojo desapareció del estacionamiento donde debía esperarme. Nunca volvió a aparecer. Su matrícula, su sonido inconfundible al girar la llave, sus cambios entre gasolina y GNC; todo eso quedó grabado en mi memoria como si el coche se hubiese convertido en parte de mi historia.
Lo que permanece cuando el coche ya no está
Hoy, una década más tarde, comprendo que no necesito fotos para recordar. La verdadera fuerza de esa máquina no estuvo en su diseño ni en su potencia, sino en la vida que compartimos. A veces los coches hablan, dan señales, muestran caminos que no vemos hasta mucho después. Ese verano intenso, esa noche de carreras y esa despedida inesperada son la prueba de que algunos vehículos no solo se conducen: se viven.
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